Un circo, para muchos (la mayoría) es un lugar donde sueños y emociones encuentran indudable residencia. Para otros es un sitio en el que viven el reverso de esos sueños y emociones, porque un circo, en sí mismo, comprende también los horrores medievales de las casas de gritos, las desgracias de los trapecistas que dieron un mal salto, y la tristeza escondida tras la sonrisa pintada en la cara de cada payaso. Creo, entonces, que un circo es una entidad en la que alegría y tristeza son matizadas, como en casi todos los casos de la vida, por la subjetividad de cada espectador, y por supuesto, de cada uno de sus actores.
En El circo invisible, de Ariel Fonseca, libro de difícil clasificación genérica, esta dualidad se hace patente. Tal y como los circos tradicionales, este texto ha tenido un recorrido largo desde su surgimiento hasta su publicación por la Editorial Oriente, cuando fuera merecedor del Premio Herminio Almendros, lauro que se otorga a proyectos enmarcados dentro de la literatura infantil y juvenil. Si bien este compendio de historias entrelazadas entre sí se encuentra dentro de este registro, su aparición constituye un hecho poco común dentro de las letras cubanas dedicadas a los más jóvenes receptores.
Desde la propia cubierta del libro, ilustrada magistralmente por Montos, son perceptibles el conjunto de sensaciones que el autor nos quiere transmitir. Las ilustraciones, que aderezan este libro son muchísimo más que un complemento para los textos que en él encontramos. Escritor e ilustrador se imbrican perfectamente en esta obra que deviene verdadero arte de inserción, en la que la cuidada edición de Liliana Domínguez y el diseño interior de Raúl Gil, juegan, por supuesto un imprescindible papel. Una especie de ilusionista nos recibe en la cubierta, su boca nos conjura hechizos inaudibles y de sus manos brotan las mariposas, la imagen sugiere, invita, y nosotros accedemos.
Accedemos para conocer la múltiple galería de personajes que se asoman en cada una de sus páginas, la familia circense que se agrupa en torno a “La hoguera de las mentiras”, para relatarse verdades fantasmagóricas, episodios que quieren olvidar, y a la vez, no. Así conocemos a Jeany, la graciosa danzarina, al payaso Macario (mi preferido de todos estos personajes), a la familia del traga espadas, quizás mas dañada que ninguna en esta suerte de hospital del alma que para todos es el circo. Todos, y cada uno de ellos desfilan ante nosotros para mostrarnos su realidad y su tristeza y, en el fondo su esperanza.
¿Quién, como Laura, la muchacha de los caballos, no tuvo una vez algún amor incomprendido? ¿Quién no se sintió monstruo como Max ante los ojos de los otros? ¿Quién no tiene una historia oculta que quizás a nadie revela, como la rusa costurera de esta carpa? Historias tristes, no hay dudas, pero con las que sin embargo todos podemos identificarnos, y por eso mismo conmovernos con su lectura.
Enhorabuena entonces para Ariel Fonseca y su circo, que nos hace querer ser duros, como la mujer forzuda; querer escapar, como Katerin, a otros mundos donde el amor sea posible, y, gracias al poder de la sinestesia también hace que el miedo se apodere de nosotros ante la visión desconcertante de cualquier ser rodeado de mariposas nocturnas.
